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Full text of "Juan Maria Torres 1873 Ultimos Momentos De D. Jose Miguel Carrera"

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CUADRO DEL PINTOR ORIENTAL 


D. JUAN M. BLANES 


JOAN MARÍA TORRE! 


MONTEVIDEO 

impbenta de «EL FERRO -CARRIL» plaza independencia 

1873 




ULTIMOS MOMENTOS 

DE 

D. JOSE MIGUEL CARRERA 


CUADRO DEL PINTOR ORIENTAL 

D. JUAN M. BLANES 

POR 

JOAN MARIA TORRES 


v?' a 


4 


MONTEVIDEO 

2MPHBUTA DE «EL FERRO -CARRIL» PLAZA independenci 

1873 




ULTIMOS MOMENTOS 

DE 

JOSE MIGUEL CARRERA 


CUADRO DEL SEÑOR BLANES 


ARTICULO PRIMERO 

EL HEROE 


Antes de hablar del cuadro, daremos á conocer al héroe, 
al hombre estraordinario á que debe su existencia. 

Figura histórica de gran tamaño por su patriotismo, 
su valor, sus talentos, sus triunfos y sus desgracias, su 
nombre llena durante los diez años primeros de la revo- 
lución, los anales chilenos y arjentinos. Héroe y mártir 
para los unos, bandido para los otros, es á la posteridad 
imparcial á quien compete sentenciar un pleito en que es- 
tan interesados el amor y el ódio, la admiración y el orgu- 
llo de dos pueblos. 

Estrangero á ellos, pero teniendo siempre pronto el ho- 
menaje de nuestra estimación y respeto para los hombres 
ilustres que se sacrifican por la independencia de su pa- 
tria, no podemos menos de admirar su noble y elevadora- 



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triotismo, la audacia de su carácter, la generosidad de sus 
sentimientos, el conjunto de dotes felices con que le favo- 
reció la naturaleza, y simpatizar con los inmerecidos infor- 
tunios que le hicieron víctima de celos cobardes, y de una 
política criminal y sanguinaria. 

Reasumiendo pues en pocas palabras la historia cor- 
ta pero llena, de una existencia casi fabulosa, en que el 
heroísmo, la fatalidad y la trajedia se disputan la prima- 
cía, diremos apenas lo muy necesario para justificar en el 
pintor la elección del asunto: después nos ocuparemos de 
su ejecución. 

Hijo de una familia rica y distinguida de Chile, dotado 
de un temperamento vigoroso, enérjico y altanero, de be- 
llo y varonil semblante, y de carácter simpático y caba- 
lleresco, José Miguel Carrera nació en Santiago el 15 de 
Octubre de 1785. 

Arrastrado á las armas, por la fuerza de su vocación, 
pasó á Europa en los primeros dias de su juventud, y se 
distinguió en la guerra de la independencia española con- 
tra Napoleón I? Se encontró en ocho combates de los que 
salió herido, y era ya Sargento Mayor en los húsares de 
Galicia, cuando el ruido de la revolución americana des- 
pertó en su pecho el amor á la patria, hasta entonces ador- 
mecido por el sueño colonial. 

Tenia veinte y seis años cuando volvió á ella, desembar- 
cando en Valparaíso el 25 de Julio de 1811. 

Chile, como toda la América, deseaba ser dueño de sus 
destinos y llamarse nación; pero le faltaba el caudillo que 
debia ponerse á su frente y realizar sus deseos. Carrera lo 
fué. 

La revolución allí, no había sido la obra del pueblo, si- 
no de la aristocracia. Un puñado de abogados y ricos pro- 
pietarios se había apoderado del poder sin sangre ni tras- 
tornos el 18 de Setiembre de 1810; mas que revolución, 
era un simple cambio de personas en el mando. Al capitán 
jeneral, representante del Rey, habían sucedido siete chi- 
lenos influyentes por sus familias y fortunas, que seguían 
gobernando en nombre del monarca, á la sombra de la 
bandera española, y acatando con respeto los mandatos de 
la Real Audiencia. La misma táctica hipócrita y cobarde 



— 5 


con que se inauguró la revolución de Mayo en Buenos A y- 
res; — protestar amor y fidelidad al Rey, y cubrirse con 
su bandera, para mejor hacerle la guerra. 

Entretanto, y mientras el pueblo contemplaba con indi* 
ferencia un cambio de mandatarios en que no habia teni- 
do parte, y cuyas tendencias no comprendía, la aristocracia 
se habia dividido en dos partidos; moderados, y exalta- 
dos; es decir, los que gobernaban, y los que querían go- 
bernar. 

En tales circunstancias llegó Carrera á su país. Pocos 
dias le bastaron para ponerse al corriente de la situación, 
y comprender el partido que se podia sacar de ella. Unió- 
se á los exaltados, se puso á su frente, y el dia cuatro de 
Setiembre, á los cuarenta de su llegada, derribó á los mo- 
derados, y puso á los suyos en el poder. Pero estos, no va- 
lían mas que sus antecesores, y viendo que el pueblo no 
habia ganado nada con ellos, que la revolución no mar- 
chaba, y que estaba espuesta á perecer bajo una reacción, 
ó á la primera invasión realista del Perú, resolvió empu- 
ñar con mano firme el poder para encaminarla, y ser el li- 
bertador de su patria. Sueño noble y generoso, que debía 
serle funesto! 

En efecto, el 15 de Noviembre disolvió el Congreso, y 
redujo á tres personas la Junta de Gobierno, cuya presi- 
dencia se reservó. 

Bajo su mando, todo marchó con rapidez, ideas, hom- 
bres y cosas. El hizo popular la revolución difundiéndola 
en todas las clases del pueblo, y entusiasmándolas por ella. 
Fundó una imprenta, y por primera vez se vió en Chile 
un periódico. Creó recursos, levantó tropas, formó bata- 
llones, hizo fabricar armas y municiones, dobló las rentas, 
fundó el Instituto Nacional, y con gran pasmo y admira- 
ción de moderados, exaltados y realistas, cambió la ban- 
dera española por la bandera y cucarda que dió á su pais, 
que son las que tiene hoy la nación. Su voz fué la pri- 
mera que hizo retumbar en los valles y crestas de los An- 
des, las palabras májicas de Patria, Libertad, Independen- 
cia. El fué quien dió los primeros laureles á la corona de 
Chile; él, quien escribió con su espada los primeros triun- 
fos de sus anales. Su actividad, sus talentos y sus calidades. 



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hicieron de él, el primer ciudadano, y fué el primer jene- 
ral á quiea los chilenos tributaron el homenaje de su amor 
y entusiasmo. 

Pero su prestijio y su gloria, debian perderle. Los pri- 
meros frutos que dán las revoluciones y con que pagan 
siempre á sus héroes, son las rivalidades, los celos, la en- 
vidia cobarde, y por fiu, la ingratitud de los pueblos. Sus 
enemigos encontraban la recompensa superior á sus servi- 
cios. Su jeneralato, su crédito y el poder que ejercía, qui- 
taban el sueño á los que no habían sabido ser antes, ni mas 
que él, los primeros en la empresa, los primeros en los 
campos de batalla. Asi, las contradicciones, los obstáculos, 
las resistencias, brotaron por todas partes, y muy pronto 
se vió rodeado bajo pretesto de libertad y bien público, de 
dificultades insuperables. 

Nada hay que enfurezca mas á las mediocridades vul- 
gares, á esos pigmeos del talento; nada que canse mas á los 
pueblos, que la vista de un hombre que les sea superior 
por cualquier título. Los primeros, ven con envidia un as- 
tro que los eclipsa, los segundos, una luz que los ciega 
aquellos, quieren ocupar su lugar, estos, quieren deshacerse 
del pesado fardo de la gratitud; así unos y otros se po- 
nen de acuerdo para derribar al hombre que les estorba. 
Tal fué la suerte de Carrera. 

Mientras la victoria permaneció fiel á su nombre, su au- 
toridad fué acatada; pero cuando los reveses llegaron, cuan- 
do el ríjido invierno de 1813 le obligó á levantar el sitio 
de Chillan, y emprender una desastrosa retirada que nin- 
gún poder humano hubiera podido evitar, sus enemigos 
levantaron la cabeza, pidieron su destitución, y quisieron 
reemplazarle con el coronel arjentino D. Marcos Balcarce, 
que el gobierno de Buenos-Ayres habia mandado con 150 
hombres en ausilio de Chile. 

Carrera pudo resistirse, estaba seguro de sus tropas, era 
el ídolo de la juventud, y hubiera sido difícil disputarle el 
poder; pero no quiso que su persona fuese causa de guer- 
ra civil, ni que por él se derramase una gota de sangre chi- 
lena. Entregó, pues, el mando; pero patriotaante todo, no 
quiso cederlo á un gefe estranjero, y se hizo reemplazar por 



- Y — 


uno de sus rivales, don Bernando O’ Higgins, porque era 
chileno como él. 

Su generosidad y su patriotismo, le perdieron. O’ Hig- 
gins, que había sido un simple coronel bajo sus órdenes, — 
á quien él había enaltecido y hecho brillar en sus partes, tal 
vez mas allá de su mérito, á quien habia colmado de hono- 
res y distinciones, haciéndolo miembro de su gobierno, y 
á quien cedía el mando del ejército, fué su mas celoso y en- 
carnizado enemigo; pagó sus entusiastas recomendaciones 
con la mas negra ingratitud, y á él debió, como toda su fa- 
milia, su ostracismo y su muerte. 

El desquicio en que cayó el pais después de su abdicación, 
el vergonzoso tratado de Lircay, por el que Chile volvía á 
reconocerla autoridad del Rey y su bandera, que reemplaza- 
ba la chilena, y la inmerecida y cruel persecución que sufrió 
del nuevo Gobierno, le pusieron otra vez las armas en 
la mano, y como siempre, venció. La venganza que tomó 
del Director Lastra, que habia ofrecido una recompensa al 
que lo entregara ó denunciase, fué mandarlo en paz y liber- 
tad á su casa. Lo mismo hizo con O’ Higgins, á quien des- 
pués de haberlo vencido en Maipo, le dió el mando de la 
vanguardia del ejército. 

Pero el desastre de Rancágua, en que este, fué comple- 
tamente deshecho por el español, puso término á su po- 
der, y á la naciente independencia de Chile. La emigración 
fué general; cuantas personas se creyeron comprometidas 
por su patriotismo, huyeron á Mendoza, y él, con el resto 
desús tropas, protejió la retirada de los fugitivos, batién- 
dose á su retaguardia, y pasando el último de todos la 
Cordillera. 

Representante todavía del Gobierno y nacionalidad 
chilena, y jefe de los soldados que le acompañaban, baja 
los Andes, y viene á las Provincias Unidas del Plata, en 
busca de hospitalidad y simpatías. Una, y otras, le fal- 
taron. 

El Gobierno de Buenos Aires que veía en su fracaso y 
en la caída de Chile la ocasión de llevar á él sus ejércitos, 
é imponerse como un protector, y el jeneral San Martin go- 
bernador de Mendoza, que debia conducirlos, y ser el li- 
bertador, le recibieron con abierta hostilidad. El último, 



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sobre todo, que veía en su valor, en su carácter, 
y en su prestigio, tín obstáculo á sus planes, y un 
estorbo á su futura gloria, se unió á O’Higgíns, de cuyos 
celos y bajeza esperaba mas sumisión, para contrariarlo 
y perseguirlo. El dia de su llegada á Mendoza, empezó 
para ól esa serie de desventuras que siete años después, 
habían de terminar con su vida en ese mismo pueblo que 
tan mal le recibía. 

Destituido por San Martin, que dió el mando de sus 
fuerzas á O’ Higgins; encerrado por aquel, en un calabozo, 
sin mas motivo que su voluntad despótica; perseguida su 
familia y sus amigos; remitido á Buenos Aires con escolta; 
malmirado en esta ciudad, de donde salió para ir á Esta- 
dos Unidos á buscar recursos con que libertar á Chile; preso 
otra vez en Buenos Aires á su regreso; insultado cobarde- 
mente por San Martin en su prisión; refugiado en Montevi- 
deo; separado de su esposa é hijos; sumergido en la indi- 
gencia; obligado á defenderse por la prensa de sus enemi- 
gos que lo cubrían de insultos y calumnias, sufre en su 
honor, en su persona y en las de cuantas le son queridas 
por la amistad y el parentesco, cuanto un hombre puede 
sufrir. Como esos héroes de la historia antigua, marcados 
con el sello inexorable de un fatal destino, á quienes sin 
razón, sin justicia, todo era adverso, Carrera apuró todos 
los sufrimientos, viendo caer en torno suyo, su patria, su 
fbrtuna, su familia, sus adictos; viendo á sus hermanos 
asesinados judicialmente en Mendoza, y á su anciano pa- 
dre morir de dolor, cuando le presentaron la cuenta sacri- 
lega del asesinato desús hijos. 

Desesperado con tan inmerecidos y sangrientos sucesos, 
jura vengarse de sus implacables enemigos, y libertar su 
patria del doble yugo de la tiranía, y del estranjero. Aban- 
dona su refugio de Montevideo, pasa á Entre-Rios, se ha- 
ce amigo de su gobernador, el célebre Ramírez, lo enco- 
na contra el Gobierno de Buenos Aires, lo mismo que á 
López de Santa Fé,y los acompaña en sus empresas, délas 
que era el director y el alma. 

Vencedores en Cepeda, impusieron á Buenos Aires el 
tratado del Pilar, y le dieron por Gobernador á D. Ma- 
nuel Sarratea. Este, que debía el poder á la influencia de 



— 9 — 


Carrera, le permitió formar una división con los chilenos 
que se hallaban incorporados á las tropas arjentinas. Reu- 
nió 600, á los que dió el título de Ejército Restaurador, y 
con ellos se hizo una potencia en las Provincias del Plata. 

Esta época, la mas tumultuosa, la mas dramática de su 
vida, pertenece por su naturaleza y su trájieo fin, á la epo- 
peya. Mezclado inevitablemente en todos los desórdenes 
y trastornos que ajitaron á la confederación en los años 
1820 y 21, su nombre domina los acontecimientos con el 
carácter odioso que sus enemigos, dueños del poder, y de 
la prensa, le dieron. Vencedor, vencido, rehecho, sorpren- 
dido, refugiado entre los indios, separado de ellos, perdido 
y sin recursos, su valor indomable, su enerjía y su auda- 
cia, sostienen su prestijio, y animado siempre por los sen- 
timientos que lo armaron, emprende una série de correrías 
y combates desde Córdoba á los Andes, tan rápidos, tan 
estraordinarios, tan felices, que parecen fabulosos. Su acti- 
vidad y su jénio se pasean en triunfo en las Provincias ar- 
jentinas durante doce meses, sin que los esfuerzos reuni- 
dos de sus pueblos, puedan poner un dique al torrente 
de su marcha victoriosa. 

Pero, su tempestuosa y brillante carrera, se acercaba á 
su término, pues la fortuna inconstante cansada de seguir- 
le, le abandonó en la última campaña, que tan funesta de- 
bía serle. 

Empeñado en abrirse paso á Chile por las provincias 
de Mendoza ó San Juan, se dirijió á esta. Hallábase el 31 
de Agosto al frente de 450 hombres casi á pié, estenuados 
de hambre y de fatiga, en la Punta del Médano, cuando se 
encontró con 700 mendocinos, tropa fresca y bien mon- 
tada, á la que la suya, abatida por la debilidad y el cansan- 
cio, no podía resistir. No pudiendo evitar el combate, los 
atacó, pero fué batido. A la derrota, siguió la dispersión. 
Carrera salió, del campo acompañado de los coroneles Be- 
navente y Alvarez, veinte oficiales y ochenta soldados. 
Creyéndose perdidos estos miserables, trataron de comprar 
su seguridad, entregando su general y los dos coroneles, á 
sus enemigos. Pasada la media noche, y en medio de una 
marcha precipitada, se arrojan sobre ellos, y amarran á 



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Carrera y Alvarez, como si fueran facinerosos. Benavente 
logró escapar, pero fué para caer al dia siguiente. 

Pocos ejemplos presenta la historia de una infamia tan 
vergonzosa, y nada pudo ser mas humillante y doloroso 
para este hombre caballeresco y leal, que la perfidia cobar- 
de de sus soldados. Su destino implacable se le presenta- 
ba otra vez con toda la crueldad de sus mas aciagos dias, ha- 
ciéndole caer en manos de los que querían beber su sangre 
no prisionero, sinó vendido! y vendido por soldados qu- 
amaba como amigos, que habian participado constante- 
mente desús victorias y reveses, cuyas acciones y nom- 
bradla estaban identificadas con las suyas, y en los mo- 
mentos precisos en que iba á franquear los Andes, á lle- 
varlos á la patria, y á encontrar con ellos, ó una muerte 
gloriosa, ó un noble porvenir! 

Los mendocinos le llevaron á su capital, á aquel mismo 
pueblo en que siete años antes había entrado al frente de 
sus fuerzas como jeneral, y como representante déla na- 
cionalidad chilena, y que lo recibía ahora cargado de ca- 
denas como si fuera un infame bandido. Atravesó la ciu- 
dad en medio de un tumulto de amenazas, de insultos y 
de gritos, y fué encerrado con sus compañeros en el mismo 
calabozo en que lo habian sido sus hermanos. Su sen- 
tencia, como la de aquellos, estaba ♦ pronunciada de ante 
mano. Fueron condenados á ser fusilados, dándoles diez y 
seis horas para disponerse á morir. 

En la mañana del dia siguiente, 4 de Setiembre, escri- 
bió dos cartas que no pudo concluir. La primera dirijida 
á su esposa decía: 

Mi adorada, pero muy desgraciada Mercedes. 

Ten resignación para escuchar que moriré 

hoy á 'as once. Sí, mi querida, moriré con el solo 
pesar de dejarte abandonada con nuestros tiernos 
einco hijos, en pais estrafío, sin amigos, sin relacio- 
nes, sin recursos. Mas puede la Providencia que 
los hombres 

Aquí llegaba cuando fué interrumpido por el oficial D. 
Manuel Olazabal que venia á darle esperanzas de salva- 
ción, la que infelizmente solo alcanzó al coronel Benaven- 
te. Entre tanto se apresuró á escribir otra á un amigo, re- 



comendándole su familia, y aun no había acabado, cuan- 
do llegó el carcelero á decirle 

«Que lo esperaban!» 

Salió acompañado del coronel Alvarez. 

Todo Mendoza, todas las clases de la sociedad, habían 
acudido á la plaza, cuyos balcones y azoteas estaban car- 
gadas de señoras, á ver este sangriento espectáculo, como 
si fuera una fiesta. Al entrar en ella, una señora que esta- 
ba en el balcón del Cabildo, lo insultó en alta voz lla- 
mándole- Wrori chileno y asesino Al verse ultrajado se 

volvió, y dijo Este es un pueblo incivil y bárbaro ¿dón- 

de se ha visto que las señoras se presenten de esta manera en 
tales espectáculos? 

Llegado al banquillo, el mismo en que habían muerto 
sus hermanos, no quiso sentarse, ni que le vendaran los 
ojos, y pidió que le permitieran mandar el fuego que ha- 
bía de matarle. No se lo concedieron. Entonces pidió al ofi- 
cial encargado de la ejecución, que elijiera buenos tirado- 
res, y apuntaran al lugar donde pusiera la mano. Cuatro 
soldados se adelantaron; puso la mano sobre el corazón, 
tronó una descarga, y cayó sin dar un jemido: dos balas 
se lo habían atravesado, y otras dos le habían deshecho la 
cabeza. Inmediatamente le cortaron esta, y el brazo dere- 
cho. La cabeza la metieron en una jaula de fierro, y el 
brazo colgado de ella, y así la espusieron al público en los 
arcos del Cabildo, hasta que su putrefacción les obligó á 
sepultar esas tristes reliquias, junto al cuerpo á que per- 
tenecieron. 

Siete años pasaron sobre su tumba solitaria; siete años 
sus restos olvidados en pais estranjero, esperaron su reha- 
bilitación; esta llegó! Sus enemigos habian caído unos tras 
otros, ó habian desaparecido en un olvido mas profundo que 
el suyo. San MartiB, humillado ante el génio de Bolívar, 
é incapaz de concluir la obra que había comenzado, 
abandonó la América, legando á su glorioso rival la tarea 
de libertar el Perú y Bolivia. O’ Higgins, había caído 
de su ominosa dictadura; y los que tenia en la Bepú- 
blica Argentina, ó no existían, ó estaban anulados por los 
acontecimientos. 

Chile se acordó entonces de los hombres á quienes de- 



bia los primeros destellos de su libertad ’y su gloria, 
víctimas de rencores cobardes, mártires de su noble y ar- 
diente patriotismo; y la Convención Constituyente de¿1828 
les decretó á los tres hermanos una merecida y solemne 
espiacion. Sus restos fueron conducidos á Santiago, que los 
recibió con pompa y entusiasmo, y depositados en el tem- 
plo de la Compañía, donde 'se les hicieron magníficos íu- 
nerales. En la pirámide del Catafalco, se leia esta inscrip- 
ción, 


LA PATEIA Á LOS CARRERAS 

AGRA DECIDA A SUS SERVICIOS 
COMPADECIDA DE SUS DESGRACIAS 

Cuarenta años después, cuando la calma de las pasio- 
nes dió lugar al juicio imparcial de los sucesos, una ley 
del cuerpo lejislativo decretó unaestátua al mas ilustre de 
los tres, á José Miguel Carrera. 

Tal es el hombre que el pincel de Blanes, evocando los 
recuerdos de la historia, pone á nuestra vista en los mo- 
mentos mas imperecederos de su vida, cuando va á per- 
derla! 

Como asunto histórico, como asunto dramático, pocos 
presentan los anales americanos tan dignos de ser trasla- 
dados al lienzo; y este fué el motivo mas poderoso que tu- 
vo el pintor, para su elección. ¿Cómo lo ha desempeñado? 
Esto es lo que veremos en el artículo siguiente. 

Juan María Torres. 
Montevideo, Junio 8 de 1873. 







— 13 — 

Á R’T I G U L O SEGUNDO 

EL CUADRO 


Al entrar en la sala de Blanes, y por prevenido que se 
esté de lo que va á verse, no puede uno librarse de cier- 
ta sorpresa mezclada de piedad y respeto, ante el espectá- 
culo que se presenta á la vista. No es un cuadro, 
no es un lienzo lo que se vé, es un calabozo de pro- 
vincia con todos los tristes accesorios que le son inhe- 
rentes. Aquellas paredes oscuras, lóbregas, de pobre 
manipostería manchadas de sebo y tizne, aquel piso de 
anchas losas mal unidas y remendadas con un grueso 
y cuadrado ladrillo; aquella puerta pequeña y sucia, pero 
sólida, ornada en su marco con nidos de araña, aquella 
vieja estera de junco casi desecha en que uno de los pre- 
sos ha pasado la noche; aquel porron, aquella mesa de pi- 
no, aquel candelero de latón amarillo lleno de sebo y 
de mugre, de cuyo tubo vacio sale la última llamarada de 
una luz moribunda, y cuyo humo ténue y blanquecino ele- 
vándose en espirales sobre el fjndo sombrío, es la viva 
imájen de la vida que vá á estinguirse; aquel crucifijo sus- 
pendido de la pared, y que parece tomado de un altar; 
todos estos detalles, tristes, melancólicos, tan perfectos, 
tan exactos, tan naturales que parecen palparse, están di- 
ciendo al espectador que no es en un salón, que no es en un 
Museo donde se encuentra, sino en la pobre cárcel de 
Mendoza, en la mañana del 4 de Setiembre de 1821. 

A la luz, no pintada, sino á la luz natural del día que 
penetra por la puerta del calabozo, que acaba de abrirse, 
se ven cinco personas llenas de animación y de vida, 
pensando, sintiendo, hablando, accionando. En sus ros- 
tros, en sus actitudes, se revelan el dolor y los sentimien- 
tos de que están poseídas. Al verlas, se siente uno pene- 
trado de esa impresión religiosa que sentimos en presencia 
de los grandes infortunios; quisiéramos hablarles, conso- 
larlas, manifestarles nuestros pesares y simpatías. 

En el centro, de pié, se halla Carrera. 

Representa treinta y cuatro á treinta y seis años; lle- 
va el Uniforme de Jhúsar, pantalón y chaqueta de paño 



Verde, con alamares; sus botas están cubiertas todavía del 
polvo de la marcha, y una pesada barra de grillos traba 
sus piés. Sus formas bien pronunciadas, sus contornos 
perfectamente redondeados, su ancho y saliente pecho que 
se ve respirar con la plenitud de la vida, su planta dis- 
tinguida, y su marcial continente, imponen atención y res- 
peto. 

Escribía recomendando su familia á uia amigo, cuando 
vino el carcelero á decirle que lo esperaban! A este lla- 

mamiento, se levanta con altivez; su mano derecha opri- 
me convulsivamente la pluma, y la izquierda aprieta su 
gorra de campaña. Su rostro medio iluminado por la luz 
que recibe de lado, espresa con vital enerjía la amargura 
de la decepción, el desden de su rigoroso destino. La par- 
te derecha del rostro donde la luz se refleja, imprime á su 
espaciosa frente, y á su ojo, animado por la indignación, 
una espresion particular; aquella frente está poderosa de 
altanería f orgullo; aquel ojo, vé, habla, y dice á sus ene- 
migos: 

«Voy á morir, sí, ¡pero como he vivido! A vosotros 

os desprecio!» 

Detrás de él, está fray José Benito Lamas, jó ven y fraile 
entonces, que le acompaña en sus últimc s momentos. En 
pié delante del carcelero, con su mano derecha levantada 
nácia él, y su rostro compasivo, parece decirle: «Espe- 

rad un instante, dejadle concluir.» 

Esta figura es simpática; su rostro juvenil, su actitud, 
su aire, todo en ella revela la piedad y el deber. Su pié, 
aquel pequeño pié que el sayal descubre, y sobre que se 
apoya, aquel pié cuya forma y belleza le envidiara una 
dama, e3 de una perfección y de una naturalidad admira- 
bles. Si el padre Lamas, que los tenia en efecto muy pe- 
queños y adamados, resucitase y viese el cuadro, estoy 

cierto que esclamaria ¡Blanes me ha robado el pié!- 

y echaría mano á la rodilla para asegurarse de que real- 
mente le faltaba; tanto mas, cuanto que aquel pié, anda, 
camina, se sostiene con gracia y vigor sobre el piso, y si 
á su dueño le faltara vida, él se la daría. 

Y qué decir del hábito, de sus pliegues, de la manga, 
del cordon, del rosario? ¡que es preciso verlos! 



— 15 — 

A la izquierda de Carrera, sentado en una mala silla, el 
codo sobre la mesa, y la frente apoyada sobre su mano, 
cuyos dedos se pierden entre los cabellos, está el coronel 
Benavente, su amigo íntimo, su compañero de glorias é 
infortunios, cuya vida ha sido perdonada. Acaba de recibir 
las últimas y sagradas confidencias de su jefe, y abismado 
en un mundo de reflexiones y de dolor, contempla el fin 
horroroso adonde la fatalidad ha conducido al primer hé- 
roe de Chile, al esposo, al padre, al amigo cuya suerte ha 
compartido durante diez años, y del que vá á separarle 
la muerte. 

Benavente, es indescriptible; aquella mano, cuyos hueso?, 
cuyas venas, cuyos tendones y arterias se vén á través del 
cutis; aquella mano, no es figurada, es la mano viva, ani- 
mada de un hombre que piensa, que medita, y que cubre 
con su sombra un rostro donde se reflejan las emociones de 
un corazón palpitante4 impulsos de los mas nobles y pro- 
fundos sentimientos. Benavente está vivo! Cuando uno se 
acerca á él, cuando examina aquel rostro á quien la som- 
bra aumenta la espresion, aquel rostro donde se ven retra- 
tados I 03 tormentos del alma, parece que se le vé respirar 
y jemir, y se siente uno también poseído de dolor y piedad 
y teme interrumpir con su presencia pesares que solo Dios 
puede calmar. 

A su frente, y á la derecha de Carrera, hay un grupo 
admirable en que el dolor material, y la sublimidad de la 
relijion, llaman la atención y respeto del espectador. 

Sobre un pobre banco, el viejo y valeroso Alvarez, car- 
gado de años y de trabajos, víctima de su lealtad á su jefe, 
se acuerda tal vez de su esposa, de sus hijos, de su hogar, 
y aunque coronel, no teniendo como sus compañeros el or- 
gullo de la prosapia, y el sosten poderoso de la educación, 
se entrega sin reserva á su dolor. Encorbado, con un cruci- 
fijo en la mano, tendida sobre la rodilla derecha, un pa- 
ñuelo atado á la cabeza, su rostro sostenido por la mano 
izquierda, está inconsolable; él, que tantas veces vió la muer- 
te de frente en los campos de batalla, tiene miedo de morir! 
el relijioso que está á su lado, le consuela, le exhorta, pero 
no le oye; nada vé, nada siente, mas que la muerte que se 
aproxima, el banco que le espera! En su rostro pero 



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qué rostro! en su color, en sus arrugas, se ven sus 

años; en sus facciones descompuestas, la intensidad de su 
angustia! Si la figura altiva de Carrera, si la dolorida de 
Benavente inspiran afectuoso respeto, esta pide compasioD, 
sí, compasión que nadie puede negarle, porque no es una 
pintura, sinó un hombre, un viejo á quien se vé, á quien 
se siente sufrir y quejar! 

¡Don poderoso del jénio, que á un pedazo de tela dá la 
animación de la vida, y las piadosas emociones del alma, al 
que la contempla! 

El relijioso que lo exhorta, que lo consuela, es un tipo 
orijinal, es un fraile de provincia, testimonio palpable 
del talento del pintor. Blanes ha huido de lo vulgar, de lo 
trillado; no ha ido á buscar sus frailes á la escuela clásica 
de los conventos europeos, nó; no nos ha dado un fraile de 
esos que vemos diariamente en los cuadros y en las ilus- 
traciones; nos ha dado un fraile, tipo característico de las 
provincias en que pasa la escena; fraile que un mendocino, 
un cordobés, un sanjuanino, pueden fácilmeute reconocer. 
Pero ¿cómo está ejecutado?. Como todos los personajes 
del cuadro. Como ellos, está vivo, como ellos, respira, ha- 
bla, acciona. Sus manos entreabiertas, una sobre la espal- 
da del paciente, la otra delante, se mueven; sus dedos, 
contorneados y algo recojidos, están separados, y la luz 
que los rodea, los penetra y hace ver hasta en sus menores 
detalles, la testura de sus carnes. Qué manos! solo son 
comparables á la de Benavente y nada puede darse mas 
perfecto, mas animado, mas natural que ellas; imposible! 

Cuando se ha pasado la revista física y moral de los 
personajes en sus rostros y actitudes, la mirada se fija 
atraida por el imán poderoso de la verdal, en su postura, 
en sus trajes, en los accesorios que los rodean; y aquí, en 
el campo material, como en el moral de las fisonomías, 
el pintor ha igualado ó mas bien, ha sobrepujado á la na- 
turaleza! Es imposible ver esos trajes, esos ponchos) esas 
botas, esos grillos, sin creer en su palpable existencia! Qué 
pantalones! qué ponchos! sus dobleces, sus aj aduras, el 
polvo que los cubre, las sombras que proyectan, están di- 
diciendo — «Ven, tócame! yo soy paño! yo soy lana! des- 
nuda á estos hombres, y te vestiremos á tí!» 



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Las botas arrugadas, magulladas, empolvadas, su corte 
su inclinación, sus tacos, la luz que las envuelve y que 
pasa por debajo de sus zuelas, están diciendo á gritos 

«hace semanas que dormimos sobre estos piés y hace me- 

sesque no vemos betún ni cepillo!» 

Y los grillos? al ver aquellas gruesas y sólidas barras 
de hierro, 'aquellos fuertes aros que encadenan los piés de 
esas víctimas del ódio y de la perfidia, la indignación y la 
piedad se apoderan del alma, y se está tentado á arrojarse 

ante ellos, limarlos, sacárselos y decirles. «Ya estáis li 

bres! 

¡Cuánta verdad, cuánta realidad, en estos detalles! no 
son pintados, nó; son cosas que no solo se ven, sino que se 
palpan! Atado á los grillos de Carrera por una de sus pun- 
tas, está un pañuelo colorado; sin duda lo ató para alijerar 
su peso cuando se pusiera de pié; el pañuelo, fiel compañe- 
ro de su dueño, está como su traje, ajado, descolorido; al 
levantarse, cayó delante de él. Nadie verá ese pañuelo, sin 

desear levantarlo y decirle «Jeneral! he aquí vuestro 

pañuelo, había caído á vuestros piés!» 

Lo mismo sucede con la manta de lana blanca que 
está medio caída del taburete en que estaba sentado. Es 
una manta que acaba de caer de sus hombros, y está pi- 
diendo que la levanten, y la pongan sobre el taburete. 

En la parte superior de la estera de junco en que Alva- 
rez pasó la noche, hay arrollado un poncho que sin duda 
le sirvió de abrigo. Este poncho está en el caso del pa- 
ñuelo y la manta de Carrera; no solo es visible, es mate- 
rial, es palpable! 

Un sombrero de paja caído sobre la estera, está brindan- 
do á los visitantes á tomarlo y presentárselo con bondad y 
cariño á Alvarez, diciéndole «Cubrios señor, que la ma- 

ñana está fresca!» Este sombrero, como el pañuelo, serian 
levantados centenares de veces por los visitantes, si una 
ererda tendida con previsión delante del calabozo, no les 
impidiera ejercer este acto de piedad y cortesía. 

La prodijiosa perfección de estos objetos, cuyo mérito 
solo puede apreciar el que los haya visto, he podido cono- 
cerla por esperiencia propia. En mi cuarto he repetido 



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muchísimas veces las pruebas con ellos, sin quedar satisfe- 
cho. 

He arrojado pañuelos colorados al suelo, los he atado al 
travesero de la silla, soltándolos de mil maneras diversas; 
he tendido á medio caer los cobertores en mi cama, en si- 
llas, en sofaes; he hecho rodar mis sombreros, y los he co- 
locado en todas las posiciones posibles y jamás he logrado 
igualar la esactitud, la verdad, de los sombreros, coberto- 
res y pañuelos trazados por el pincel de Blanes; su pincel 
ha realizado la fábula de Iriarte! Su mano, ha vencido á 
la naturaleza representada por las mias. 

El cuadro está terminado por un numeroso grupo que 
obstruye la puerta del calabozo. Es el carcelero que viene 
á llamar á los presos, y los soldados que le acompañan. 

Este personaje, dignísimo tipo también del carcelero de 
provincia, es un ser, menos que vulgar, cuyo semblante 
estúpido está revelando la nulidad de su intelij encía, la os- 
curi dad de su alma, la insensibilidad de su corazón; má- 
quina viviente, su único pensamiento, su único deber, es 
encerrar un prisionero; abrirle las puertas si debe salir, ó 
entregarlo al c adalso si ha de morir; y lo cumple con la 
misma indiferencia, con la misma impasibilidad, que si 
tratarade comer ó dormir. 

Los soldados que le acompañan, y que han de escoltar 
á ios presos, son otra cosa; estos, no rebelan ni estupidez, 
ni compasión, ni intelij encía, pero revelan en alto grado, 
cu riosidad. Apiñados contra el carcelero, se empinan, esti- 
ran los pescuezos, husmean con las narices, sepultan sus 
miradas curiosas en el calabozo, y quieren ver lo que pasa 
en él. Uno de ellos, representa aqui el papel del mucha- 
cho en el cuadro de la epidemia. Colocado á espaldas del 
carcelero, alarga su cuerpo cuanto puede, se alza, y asoma 
su cabeza cod una espresion de curiosidad indecible, so- 
bre el hombro de este; está ansioso, impaciente, por ver lo 
que pasa adentro; quiere saber cuántos son los reos, si están 
tristes ó alegres, y leer en sus rostros, si morirán con valor 
ó con miedo. Estos soldados ta^ distintos del soldado eu- 
ropeo por sus fisonomías, su uniforme y su poca disciplina, 
terminan y completan con su orijinalidad, la perfección del 
cuadro. Si entro los espectadores de este, se encuentra 



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por casualidad, algún provinciano del centro, 6 del Oeste 
de la República Arjentina, estoy seguro que tendrá ten- 
taciones de dables 6 pedirles noticias de la tierra, de las fa- 
milias, de las comadres! 

Este lienzo es casi irreprochable. Sin duda que tiene 
defectos, ¿qué obra humana está escenta de ellos? ¿no lesa 
tienen los lienzos de Rafael? porqué pues, no los ha dete- 
ner este? Pero son tan pocos y tan lijeros, que solo pueden 
conocerlos ojos muy perspicaces; al paso que sus bellezas 
son tan espléndidas, tan numerosas, que todo el mundo las 
vé, las conoce, las aplaude; ¿á qué hablar, pues, de esos 
lunares que no tienen importancia, y que pocos, muy pe - 
eos ojos, pueden ver? 

La realidad viviente de que está animado, pone en ridí- 
culo á la crítica tecnológica. Al que en su presencia me 
hablara de las — «prescripciones de la estética, de la correc- 
ción del dibujo, de luces, de sombras, de toques firmes, de 
pinceladas valientes» &.&. &. le diría- —«Amigo mió; en 
vez de perder su tiempo en decir tonterías, abraze V. á 
ese hombre, á ese héroe que vá á morir, y en cuyo pecho 
late todavia un corazón lleno de calor y de vida; y si al 
darle el último adiós, la amargura y la indignación ocu- 
pan aun su alma, descuelgue ese crucifijo, y amóstreselo 
como el Juez supremo que ha de juzgarle, y á cuya clemen- 
cia debe recomendarse á sí y á sus enemigos; y esté seguro 
de que será escuchado. 

Tome V. la mano en que ese valeroso coronel apoya su 
frente, y al estrecharla entre las suyas, sentirá pulsar con 
rapidez sus arterias á impulsos del dolor y del sufrimiento. 
Recuérdele los compromisos que ha contraido con su gefe 
y amigo, lo que se debe á, sí mismo y á la causa por que 
combatió; y le verá erguirse con la dignidad del militar, y 
agradecerle con un abrazo sus simpatías y su afecto. 

Recoja V. ese humilde sombrero, preséntelo á ese afli- 
jido anciano, que olvida que fué un valiente; recuérdele su 
juventud, su valor, su nombre, y verá renacer en su pecho 
el coraje, y en su semblante la calma. 

Agradezca á esos relijiosos su piedad y los consuelos 
que dieron á esos mártires; y diga al carcelero que aguarde 



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r’ginos momentos, que el general tiene que conoluir su 
carta. 

Esto es lo que yo le diría, y lo que creo dirán cuantas 
personas de corazón y de sentimiento le vean. Un lienzo 
del que pueda hablarse de rste modo, está juzgado; es tan 
superior á todos sus defectos, como á la pueril fraseolojia 
dex arte. 

Cuadro esclusivamente americano, todo en él es orijinal 
y local. Cuando estos países hayan cambiado' de ideas y de 
costumbres á impulsos de la población creciente, y de los 
progresos sociales, cuando se haya perdido en fin, el recuer- 
do de aquella época, de su modo de ser y de vivir, el cuadro 
de Blanes, testimonio imperecedero de verdad, dirá á las je- 
neraciones venideras, que rostros tenían, como se vivía, co- 
mo se vestía y militaba entonces. 

Cuadro histórico, grande por el asunto, mas grande aun 
por el modo con que estás ejecutado, tú atravesarás las eda- 
des y dirás á la posteridad admirado. 

ESTE ERA EL CARACTER, ESTAS LAS 
PASIONES POLITICAS_Y MILITARES 
DE LA REPÚBLICA ARGENTINA EN 18201 

Sí, tú se lo dirás con ese lenguaje de color y de realidad, 
con que después de medio siglo, has arrancado á José Mi- 
guel Carrera, al olvido del tiempo y de la tumba! 

Tal es el cuadro que está destinado á atravesar los ma- 
res, á visitar las playas del Pacifico, y la patria del héroe 
que lo ha inspirado. Le deseamos un viaje feliz, y una 
acojida digna del asunto, de su ejecución, y del noble pue- 
blo á que está dedicado. 

Juan M. Torree. 


Montevideo, Junio 10 de 1873. 






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